Estuve enfermo durante varios días de la semana próxima
pasada y, una de esas tardes vino a visitarme un buen
amigo, quien para distraerme del aburrimiento en que me
hallaba, me contó, con pelos y señales, lo siguiente:
-Yo nací en el tiempo en que aún había ñores y ñaes, es
decir, por allá a mediados del siglo pasado, cuando nadie
conocía ferrocarriles, ni automóviles, ni vapores ni cosa
por el estilo, porque aun respirábamos un ambiente dejado
por los dominadores españoles y la gran mayoría de
nuestro pueblo estaba sumida en la más completa de las
ignorancias.
Decir que era feo en esa época no es hacer ninguna revelación,
porque basta verme. A pesar de mi fealdad, me
creía un Adonis, era un tanto repelente y algo más engreído,
entre otras cosas porque a mi papá, sin saber por qué
las gentes le decían General y porque mi madre se daba
el lujo de sostener, por su cuenta y riesgo, una escuela,
donde a su modo y manera enseñaba la doctrina cristiana,
a leer y a escribir, un algo de aritmética, mucho dibujo,
costura y bordados.
Cuando yo comencé a darme cuenta de mi existencia, ya
era alumna de mi madre una mujer bien entrada en años,
a quien todos los estudiantes llamaban despectivamente
ña Ciriaca, porque efectivamente el nombre de la tal negra
era el de Ciriaca García. Esta mujer era, a la vez, sirvienta
y estudiante en mi casa y, rodando los años, se retiró del
servicio y, como el loro del cuento, también puso escuela.