Capitulo I – El hospedaje

Comprar en Amazon KindleLa ciudad de Cartago, cuna de varios hombres ilustres y residencia de muchas familias honorables, fue en 1862 teatro del suceso novelesco que voy a referir.
En la plazuela de San Francisco, rodeada de arbustos que le dan el aspecto de un risueño bosquesito, se eleva el notable templo que le da nombre, y donde en mejores días celebraban los RR. PP. Franciscanos. Frente al templo, de por medio la plazuela, está la casa donde vivía en los tiempos de mi relato un venerable anciano de luenga barba blanca, cabellos desteñidos por el rápido rodar de los años, propietario de ingentes riquezas, querido con frenesí por sus coterráneos, porque era un espíritu generoso, de aquellos que van sembrando el bien por donde quiera y dejando huella imborrable de su marcha por este mundo efímero y mezquino.

Allí vivía el noble anciano resignado con su suerte, y aunque es verdad que la temprana desaparición de su idolatrada esposa le arrancaba continuas lágrimas, sus amables hijos y sus encantadoras hijas, sabían endulzarle la existencia con cuidados prolijos. Era una noche obscura y borrascosa, los truenos hacían oír su grito horrísono y centenares de relámpagos incendiaban el espacio.

Cartago dormía, mientras su hermoso río, acrecentado por las lluvias, y con furor salvaje, luchaba por violar las purezas de la playa que oponía un dique de arenas a los ímpetus de su enemigo. Era una noche sin semejante, de aquellas que dejan en el alma un no sé qué de extraño y misterioso; en la vetusta torre del templo desgranaba el reloj sus notas melancólicas, y el búho lanzaba a los aires su grito monótono y tristón.

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