Ramon-Franky-1920Escribí la Novela Mariana en el año 1914 y la di a la circulación en el año de 1917 cuando pude hacerla imprimir sin presunciones de ninguna índole ya que bien sé que los noveles escritores difícilmente logran adquirir lectores.

En la Imprenta de la Arquidiócesis de Bogotá, gerenciada entonces por el ilustre Sacerdote Presbítero Dr. Héctor H. Hernández, se editaron diez mil ejemplares los que entregue al público, sin forjarme ilusiones, porque no dejo de comprender que bien pobre es el léxico y que le faltan alas a mi fantasía.

Pero he de declarar satisfecho que, grande fue mi sorpresa, porque que al promediar el año de 1918 ya no me quedaba ni un solo ejemplar de Mariana porque mis amables paisanos y amigos la habían arrebatado a las librerías.

Pensé entonces en dar a luz la segunda edición pero se me presentaron tropiezos insalvables, tropiezos que por fortuna pude superar.

Aquí tienen de nuevo a Mariana mis amables paisanos los colombianos. Ojala la encuentren tan amena y sustantiva como la hallaron mis lectores ahora ocho lustros.

Ramón Franky Galvis.
Cali, Enero de 1959

Sin preciarme de veterano en la difícil tarea del buen decir, voy a relataros algo que, en sus buenos días, solía referirnos nuestra abuela: para desempeñar mi cometido, bien poco tendré que añadir o quitar a su narración, porque la historia de «Mariana,» tiene por si sola suficiente atractivo para cautivar la atención de mis bondadosos lectores.

Rudo es mi decir y mi exposición fatigosa, pero no vacilo en pediros benevolencia, porque bien sé que, en muchos casos, no solo los escritores ya consagrados son leídos con entusiasmo, sino que también para los novicios suele haber un poco de favor, como para premiar así los esfuerzos que representa cualquiera producción, y la intención que ella encarna.

Comprar en Amazon KindleLa ciudad de Cartago, cuna de varios hombres ilustres y residencia de muchas familias honorables, fue en 1862 teatro del suceso novelesco que voy a referir.
En la plazuela de San Francisco, rodeada de arbustos que le dan el aspecto de un risueño bosquesito, se eleva el notable templo que le da nombre, y donde en mejores días celebraban los RR. PP. Franciscanos. Frente al templo, de por medio la plazuela, está la casa donde vivía en los tiempos de mi relato un venerable anciano de luenga barba blanca, cabellos desteñidos por el rápido rodar de los años, propietario de ingentes riquezas, querido con frenesí por sus coterráneos, porque era un espíritu generoso, de aquellos que van sembrando el bien por donde quiera y dejando huella imborrable de su marcha por este mundo efímero y mezquino.

Allí vivía el noble anciano resignado con su suerte, y aunque es verdad que la temprana desaparición de su idolatrada esposa le arrancaba continuas lágrimas, sus amables hijos y sus encantadoras hijas, sabían endulzarle la existencia con cuidados prolijos. Era una noche obscura y borrascosa, los truenos hacían oír su grito horrísono y centenares de relámpagos incendiaban el espacio.

Cartago dormía, mientras su hermoso río, acrecentado por las lluvias, y con furor salvaje, luchaba por violar las purezas de la playa que oponía un dique de arenas a los ímpetus de su enemigo. Era una noche sin semejante, de aquellas que dejan en el alma un no sé qué de extraño y misterioso; en la vetusta torre del templo desgranaba el reloj sus notas melancólicas, y el búho lanzaba a los aires su grito monótono y tristón.