Rememorar siempre es grato y mas si se hacen remembranzas
dentro de verdadera fe, tiempos en los que el
Cristianismo era una realidad que se palpaba en todo hogar
decente.
Por aquellos remotos y benditos años no había casa de
católico donde no hubieran tres cosas benditas: una
vela, un poco de agua y una hoja de palma que había
sido consagrada el Domingo de Ramos, en memoria de
la entrada triunfal de Nuestro Señor Jesucristo a la ciudad
de Jerusalén.
La vela y el agua bendita servían para ayudar a una buena
muerte, y el ramo bendito para alejar las tempestades
y los terremotos porque el diablo, cuando olía el humo del
ramo bendito que se quemaba en las casas, huía despavorido
a ocultarse mas allá del quinto patio de los infiernos.
En mi casa nunca faltaron estas tres sacrosantas reliquias
que la fe de mi madre llevaba al hogar y que la serena
conciencia de mi padre aceptaba sin miramientos de ninguna
índole.
Dentro de ambiente tal crecimos los once hermanos de
mi bendita familia. Después todos formamos nuevos hogares,
a excepción de uno a quien le llegó la vocación de
hacerse sacerdote y lo fue porque si hubo quien lo secun
Cuentos
La opinión
Apolillado y polvoriento yacía el viejo pergamino, en anticuado
anaquel, sin merecer el honor de ser leído, porque
su ruinoso aspecto no era halagüeña recomendación. El
azar hizo que, en hora no soñada, ese antiguo documento
viniese a mis manos y, la curiosidad me impulsó a deletrear
sus desteñidas páginas, donde leí la sabia relación
que, aunque no completa, en seguida copio:
“Por pedregoso y áspero sendero trajinaba un anciano de
melancólico mirar y amargo sonreír. El anciano iba a pie
y, a muy poca distancia, lo seguía, caballero en un asno,
un muchacho robusto y ágil, de mirar atrevido y audaces
movimientos.
Dialogaban animadamente los viajeros, cuando, a la orilla
de bullicioso riachuelo, unos campesinos que allí descansaban
de sus rudas faenas, viendo al anciano y a su hijo,
se burlaron de ellos con ruidosa carcajada, a la vez que
decían:
-Viejo bruto. Ya no puedes con la enorme joroba de la espalda
y ¿aún no tienes experiencia? Mira, ese mozo que
monta en el burro, es muy fuerte y, bien puede soportar
calor mientras camina. Bájalo y móntate. Si así no lo haces,
no transmontarás la serranía. Anda, estúpido, monta.
El anciano aceptó el consejo. Montó en el asno y, ordenó
al joven que lo siguiera a pie.
El ambiente era un horno. Ni un árbol ofrecía sombra bienhechora,
a la vera del sendero. Unos arrieros que dejaban
pastar su recua, mientras tendían sus toldas, al ver pasar
Lastima de Vestido
Estuve enfermo durante varios días de la semana próxima
pasada y, una de esas tardes vino a visitarme un buen
amigo, quien para distraerme del aburrimiento en que me
hallaba, me contó, con pelos y señales, lo siguiente:
-Yo nací en el tiempo en que aún había ñores y ñaes, es
decir, por allá a mediados del siglo pasado, cuando nadie
conocía ferrocarriles, ni automóviles, ni vapores ni cosa
por el estilo, porque aun respirábamos un ambiente dejado
por los dominadores españoles y la gran mayoría de
nuestro pueblo estaba sumida en la más completa de las
ignorancias.
Decir que era feo en esa época no es hacer ninguna revelación,
porque basta verme. A pesar de mi fealdad, me
creía un Adonis, era un tanto repelente y algo más engreído,
entre otras cosas porque a mi papá, sin saber por qué
las gentes le decían General y porque mi madre se daba
el lujo de sostener, por su cuenta y riesgo, una escuela,
donde a su modo y manera enseñaba la doctrina cristiana,
a leer y a escribir, un algo de aritmética, mucho dibujo,
costura y bordados.
Cuando yo comencé a darme cuenta de mi existencia, ya
era alumna de mi madre una mujer bien entrada en años,
a quien todos los estudiantes llamaban despectivamente
ña Ciriaca, porque efectivamente el nombre de la tal negra
era el de Ciriaca García. Esta mujer era, a la vez, sirvienta
y estudiante en mi casa y, rodando los años, se retiró del
servicio y, como el loro del cuento, también puso escuela.
La Tonga
– Sí, mi don Ramoncito, la verdá, purita y desnuda es esa.
Yo no me he sacao ese entierro diallá de mi finca, mesmamente
onde son los asientos del finao Luaiza, tan sólo
porque no he lograo conseguime un indio muchachón y
fresco, que ha de ser indio puro, que no haiga pasao de
los veintiún años y que no sea casao, ni haiga tenío hijos.
“Conseguilo así es trabajoso; pero ya casito que me salgo
de apuros, porque en estos días recebí una letra diun
güen amigo que tengo puallá, pa los laos del Tolima, pidiéndome
plata, pa mandame un zambo que, me cuenta
questá pintiparao, pa lo que yo lo necesito. Hoy mesmo
despaché, puel correo, la plata pedida y creo quen la
semana dentrante yastará aquí mi indio, pa yo salir de
probe; porque lo ques ese guardao me lo saco de toítas
cuentas.
“La gran vaina es quel indicito me va llegar en malhora;
porque tamos en creciente yabrá quesperar a la menguante,
porque la luna es una grandísima condenaa, que
se tira toítas esas prebas. ¿Vusté no sabía eso, mi don
Ramoncito?
– Nada, mi don Chepe. Yo nada entiendo de esos asuntos
de brujerías, – contesté a mi amable y simpático visitante
-. Sí, mi amigo, en esos asuntos de hechicería soy absolutamente
lego, es decir, ignorante; por eso tengo que
pedir explicaciones.